"Cristo, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con su pobreza" (2Cor 8, 9), Cristo nos dio todo y se nos dio del todo. Nos dio su tiempo, su palabra, su cuerpo y su sangre toda, que es toda la vida. Nos sigue dando su presencia, su palabra, su perdón, su gracia. Llegan hasta nosotros cada día. Y aquí está, la Eucaristía, como signo de su amor desbordante -sin límites- y permanente -hasta el extremo-. No es un amor estático, que espera ser visitado para comunicarse. Es un amor dinámico y oblativo, que se está ofrenciendo y rompiendo por nosotros. Es un pan que se rompe y que espera ser comido. Es una experiencia de gozo y de fuego que nos atrae y que nos envía a incendiar el mundo. La Eucaristía no es algo, es "Alguien", es Él, Jesús.
Mezquindad humana:
En contraste con la generosidad y gratuidad de Dios nos encontramos con la avaricia carroñera del hombre. Frente a la mano abierta de Dios se alza la mano cerrada, y aun el puño cerrado del hombre, por si acaso. Decía San Juan Crisóstomo: "Mientras Dios desea por todos los medios mantenernos unidos pacíficamente, nosotros tenemos las miras puestas en la mutua separación, en la usurpación de los bienes materiales, en pronunciar esas palabras glaciales: mío y tuyo. Desde ese momento empieza la lucha, desde ese instante la bajeza". Hoy también permanecen las palabras glaciales: mío y tuyo en vez de nosotros y vosotros. De ahí que se rivalice ferozmente y que las desigualdades entre unos y otros lleguen a ser 'abismales'. "
(Beato Juan Pablo II)
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