Todas las actividades humanas están dirigidas a la madre tierra. Sólo en el momento de la oración el hombre levanta el corazón hacia el paraíso y entra en conversación con el Creador del universo, con la Causa primera de
todo, con Dios. Toda buena madre se alegra mucho cuando el hijo le pide algo, pues ello es la expresión de la confianza del hijo en la bondad de su propia madre. Del mismo modo, Dios reconoce con alegría la confianza que nosotros le manifestamos en la oración. Esta oración no debe expresarse en forma rígidamente establecida. Su esencia es la petición, la acción de gracias o la adoración expresada a Dios. El que no ora no entiende fácilmente el espíritu de oración. Además, no puede darse cuenta de la felicidad que la oración ofrece al alma, de la energía que comunica en la vida de cada día.
La oración es un medio desconocido, y sin embargo el más eficaz para restablecer la paz en las almas, para proporcionarles la felicidad, ya que sirve para acercarlas al amor de Dios. La oración hace renacer el mundo. La oración es la condición indispensable para la regeneración y la vida de cada alma. Oremos bien, oremos mucho, tanto con los labios como con el pensamiento y experimentaremos en nosotros mismos cómo la Inmaculada se adueñará cada vez más de nosotros, cómo nuestra pertenencia a Ella será cada vez más profunda en todos los aspectos, cómo nuestros pecados se desvanecerán y nuestros defectos se debilitarán, cómo nos acercaremos cada vez más a Dios con suavidad y fuerza.
Cada hombre, pues, nace con capacidades proporcionadas a la misión a él confiada y, durante toda su vida, el ambiente, las circunstancias, todo contribuirá a hacerle fácil y posible el cumplimiento de esa misión. Y en ese cumplimiento de su objetivo consiste precisamente toda la perfección del hombre; y cuanto mayor es la precisión con que realiza su propia tarea, cuanto más perfectamente cumple su misión, tanto más grande y santo es a los ojos de Dios.
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