Esta conmemoración fue
instituida por el Papa san Pío V en el día aniversario de la victoria obtenida
por los cristianos en la batalla naval de Lepanto (1571), victoria atribuida a
la Madre de Dios, invocada por la oración del Rosario. La celebración de este
día es una invitación para todos a meditar los misterios de Cristo, en compañía
de María, que estuvo asociada de un modo especialísimo a la encarnación, la
pasión y la gloria de la resurrección del Hijo de Dios. (Liturgia de las
Horas).
Para todos los católicos esta celebración debe ser una motivación en el rezo del Santo Rosario, pues si bien Nuestra Santa Madre intervino en esta batalla ¿cuánto más no hará por nosotros en el combate espiritual de la vida?; al rezar por rezar como un eco vacío que se repite sin ninguna inspiración, estamos desperdiciando todas las Gracias del cielo, pues saludar a María no debe ser una imposición, porque Ella como toda mamá ama y espera ser amada por lo que es; entonces se nos sobreviene una pregunta ¿Quién es María? El Arcángel san Gabriel al hacerle el anuncio de la Encarnación la llamó la “llena de Gracia” (San Lc.1, 28.) y su prima Isabel le dijo “Bendita tú entre todas las mujeres” (San Lc. 1,42.) y más adelante la “Madre de mi señor” (San Lc. 1,43.).
No agotando todos títulos atribuidos a nuestra Santa Madre, sólo al meditar que ella es la llena de gracia, que ha hallado toda gracia delante de Dios como lo narra san Lucas, es para hacerla digna de toda honra porque ninguna creatura ha cumplido tan fielmente la voluntad de Dios, nadie más que Ella por tan grandiosa y única maternidad es tan bendita y en nadie más que en Ella se encarnó el único Dios. Sin embargo en María no hay vanagloria, si no afán de servicio siempre pendiente de nuestras súplicas para salir a auxiliarnos, guiarnos y derramar todas las Gracias que necesitamos en el camino hacia la santidad, por eso cuando le recemos hagámoslo con fe, confianza y entrega, porque si todo lo que le pedimos a Ella está bajo la voluntad de Dios, llega a los pies de Jesús de la manera más santa.
El bienaventurado Juan Pablo II dedicó un encíclica al Rosario, animando a los fieles a redescubrir el valor de esta santa oración y al terminarla dijo:
¡Qué este llamamiento mío no sea en balde! Al inicio del vigésimo quinto año de Pontificado, pongo esta Carta apostólica en las manos de la Virgen María, postrándome espiritualmente ante su imagen en su espléndido Santuario edificado por el Beato Bartolomé Longo, apóstol del Rosario. Hago mías con gusto las palabras conmovedoras con las que él termina la célebre Súplica a la Reina del Santo Rosario:
«Oh Rosario bendito de María, dulce cadena que nos une con Dios, vínculo de amor que nos une a los Ángeles, torre de salvación contra los asaltos del infierno, puerto seguro en el común naufragio, no te dejaremos jamás. Tú serás nuestro consuelo en la hora de la agonía. Para ti el último beso de la vida que se apaga. Y el último susurro de nuestros labios será tu suave nombre, oh Reina del Rosario de Pompeya, oh Madre nuestra querida, oh Refugio de los pecadores, oh Soberana consoladora de los tristes. Que seas bendita por doquier, hoy y siempre, en la tierra y en el cielo».
«Oh Rosario bendito de María, dulce cadena que nos une con Dios, vínculo de amor que nos une a los Ángeles, torre de salvación contra los asaltos del infierno, puerto seguro en el común naufragio, no te dejaremos jamás. Tú serás nuestro consuelo en la hora de la agonía. Para ti el último beso de la vida que se apaga. Y el último susurro de nuestros labios será tu suave nombre, oh Reina del Rosario de Pompeya, oh Madre nuestra querida, oh Refugio de los pecadores, oh Soberana consoladora de los tristes. Que seas bendita por doquier, hoy y siempre, en la tierra y en el cielo».
NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO, RUEGA POR NOSOTROS.
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